Nunca estuvo en un barrio
judío. Le horrorizaban los campos de concentración, lo que sucedió allí. Pero
no quería saber nada relacionado con lo judío. Tampoco le gustaban las judías
verdes, las aborrecía. Se desconoce si hubo algún tipo de relación conspirativa.
Vivía a lo Diógenes.
Acumulación de objetos inservibles. De cacharros, de cachivaches. Su única
compañía eran media docena de gatos a los cuales les llamaba a cada uno de
ellos Mififu y un televisor estropeado. Cero conexión con la realidad. Estaba
atrapado en su propio universo. No salía de casa. No pisaba zona hostil.
La excepción era Ella
Fitzgerald. Lo único que le hacía parecer un tipo normal y corriente. Con su
periódico y su café, su lenguaje de fingir que sabe de todo y no tiene ni puta
idea de nada. Su barba recién cuidada con mimo. Vender y exponer ese mundo de
familia feliz sacando a pasear a su mujer y sus dos hijos al parque los
domingos por la mañana.
Repetimos, no lo podemos
evitar. Era Ella Fitzgerald lo único que le hacía no acabar de tirar todo lo
que fue alguna vez por el retrete. Tenía todos sus discos y en un viejo
tocadiscos los hacía sonar uno tras otro, y de vez en cuando abría esa única
ventana que le conectaba con lo de fuera, la que daba al rellano.
Como gemía. Le provocaba una
sonrisa escucharla estremecerse de placer. Imaginarse como sus músculos se
contraían antes de escuchar la llamada del clímax. Del punto máximo. El
ejercicio de relajación de después. Y si fumase muy probable también el cigarro
del después. Parecido a cuando Ella Fitzgerald alcanzaba su máxima expresión
con la voz. Era una vecina. Lo único que le mantenía vivo era que llegase un
día y se la encontrase y le pudiese decir: Nena, dame la mano que te llevo más
allá de donde estés llegando, hasta las mismas puertas del infierno.
Saludos y gracias
Chevere ;-)
ResponderEliminarGracias por el comentario :)
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