UN PASAJE CUALQUIERA


Todos los días cuando termino el trabajo y decido ir de vuelta al piso donde vivo andando cruzo por debajo de un pasaje, mientras arriba en la superficie se encuentran las vías del tranvía. En este pasaje me he encontrado de todo, desde chicos jóvenes tocando los timbales, desde algún que otro guitarrista aportando acordes para que la vida no nos parezca tan corta, o desde otros jóvenes que desde primera hora de la mañana se encuentran repartiendo publicidad para ganarse así algunos duros. O el olor a comida polaca que desprende un pequeño bar que se encuentra en el mismo pasaje.


Pero quien realmente me ha llamado la atención y quiero convertir en protagonista de este blog es una viejecita que veo casi todos los días, sentada en una silla de esas plegables que utilizamos para llevar a la playa, mientras que con su mano derecha sostiene un vaso de plástico esperando a que alguien le dé algo de dinero. Tiene como compañía a sus dos perros pequeños, normalmente uno de ellos siempre se encuentra en sus brazos y el otro tumbado en el suelo encima de una pequeña manta. Ella nunca dice nada, ni cambia la postura, esta quieta, con la mirada perdida a ninguna parte. Su rostro refleja el cansancio de los años, la derrota quizás de una vida que le ha quitado más que le ha dado. Al menos uno quiere pensar que le queda el consuelo y la fidelidad más pura que seguramente le otorgaran sus dos perros, y ese amor incondicional que tan solo ellos son capaces de mostrar y que muchas veces nos gustaría que hubieran personas capaces tan solo de demostrar la mitad de lo que ellos demuestran. Con solo esa mitad, seguro que el mundo sería un lugar mejor.


Todos los días que paso por el pasaje y me la encuentro no puedo dejar de observarla, de sentir que en cierta manera se merece ser la protagonista de una novela que todavía no se ha escrito para ella, y que sino es aquí en esta vida, que tan perra da la sensación que le ha tratado. Al menos encuentre su protagonismo en otra vida. A veces me gustaría preguntarle más por curiosidad que por otra cosa que le ha pasado para haber acabado ahí, debajo del pasaje pidiendo. Pero sé que no lo haré, igual que tampoco me nacerá ningún acto altruista en pos de su beneficio. Quizás porque no se me ocurre hacer nada por ella, quizás porque me siento impotente para ayudarla, o simplemente porque tan solo me da pena y no siento ninguna obligación de echarle una mano. O lo más seguro porque nos acostumbramos a aceptar el mundo como es y a saber que aunque nos duela y nos sepa mal hay personas que como ella, la vida les dio la espalda y les dejo maltrechas para el resto de sus días, y aunque quizás en nuestros delirios de grandeza, en esos que salvaríamos el mundo, y ayudaríamos a todos los desfavorecidos nos convertiríamos en su ángel de la guarda. Lo cierto es que al final todo se queda en milongas y en palabras que se desvanecen y se van igual que han venido. Y el orden establecido volverá a su curso. Yo seguiré con mi vida, y la continuaré viendo casi todos los días debajo en el pasaje con su vaso de plástico agarrado por la mano derecha a ver si alguien le deja algo de dinero. Eso sí, al menos esta experiencia me ha servido para reafirmarme que mientras tengamos la oportunidad de disfrutar de la vida, saborearla y exprimirla hasta el final, no dejemos de hacerlo. Porque a veces nos perdemos en madejas de problemas insulsos que lo único que hacen es robarnos cada vez un pedacito de vida, y sin darnos cuenta nos dejamos la mayoría de veces, no siempre, que nos la quiten sin nuestro permiso aunque no nos demos cuenta.


Saludos y gracias






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