Hablábamos del destino, mientras tu mascabas una goma de esas de menta. Decías que era para fortalecer tus dientes.
Yo buscaba sintonizar una emisora de radio, ese día habían demasiadas interferencias.
De vez en cuando el destino se callaba, es decir nuestra conversación. Y cogías mi mano y la metías entre tu escote, entre tu falda, y me decías “I want to believe”. Se trataba de unos segundos, unos momentos. Suficientes para retomar la esencia del destino.
Hacíamos conjeturas de cómo sería nuestro destino, y de cómo íbamos a cambiarlo a nuestro antojo. Era arriesgado, era algo así como jugar cerca de una valla de alto voltaje.
Entonces decidimos que para entender el destino, hay que ver al mundo desde otra perspectiva. Aunque nunca lo habíamos hecho, lo hicimos esa vez. Trepamos a lo más alto del Sicómoro en el cual nos encontrábamos apoyados y desgranando los límites del destino.
Aquello fue terriblemente hermoso, desde entonces supe que nunca volvería a ver el mundo de la misma forma. Porque cuando lo ves desde arriba, todo cambia. Es una mezcla de colores, una mezcla de su inocencia, de su virginidad, de su timidez, de su miedo a crecer y no saber que puntos seguir en el trazo de las líneas, de sus contradicciones, de sus errores, temores, pesadillas.
El mundo quiere aprender, solo que nadie le enseña lo que necesita saber por eso se colapsa. Esas palabras fueron suficiente motivo para que allí lo más cerca del cielo que he estado nunca te besara como creo que nunca había hecho hasta entonces.
Entonces ocurrió, cogiste mi mano, la apoyaste sobre tus latidos, se encontraban acelerados, y me dijiste mira, no a mí sino allí.
Y lo vi, allí, en la línea que separa el cielo del Universo estaba un objeto no identificado, redondo, opaco, resplandeciente, en la claridad de un cielo abierto y arropado bajo la luz del sol. Allí quizás estaba la razón de creer que todo era posible.
Quizás han venido a enseñar al mundo lo que le hace falta aprender. Dijo ella. Quizás... I want to believe. Respondí yo.
Saludos y gracias
Yo buscaba sintonizar una emisora de radio, ese día habían demasiadas interferencias.
De vez en cuando el destino se callaba, es decir nuestra conversación. Y cogías mi mano y la metías entre tu escote, entre tu falda, y me decías “I want to believe”. Se trataba de unos segundos, unos momentos. Suficientes para retomar la esencia del destino.
Hacíamos conjeturas de cómo sería nuestro destino, y de cómo íbamos a cambiarlo a nuestro antojo. Era arriesgado, era algo así como jugar cerca de una valla de alto voltaje.
Entonces decidimos que para entender el destino, hay que ver al mundo desde otra perspectiva. Aunque nunca lo habíamos hecho, lo hicimos esa vez. Trepamos a lo más alto del Sicómoro en el cual nos encontrábamos apoyados y desgranando los límites del destino.
Aquello fue terriblemente hermoso, desde entonces supe que nunca volvería a ver el mundo de la misma forma. Porque cuando lo ves desde arriba, todo cambia. Es una mezcla de colores, una mezcla de su inocencia, de su virginidad, de su timidez, de su miedo a crecer y no saber que puntos seguir en el trazo de las líneas, de sus contradicciones, de sus errores, temores, pesadillas.
El mundo quiere aprender, solo que nadie le enseña lo que necesita saber por eso se colapsa. Esas palabras fueron suficiente motivo para que allí lo más cerca del cielo que he estado nunca te besara como creo que nunca había hecho hasta entonces.
Entonces ocurrió, cogiste mi mano, la apoyaste sobre tus latidos, se encontraban acelerados, y me dijiste mira, no a mí sino allí.
Y lo vi, allí, en la línea que separa el cielo del Universo estaba un objeto no identificado, redondo, opaco, resplandeciente, en la claridad de un cielo abierto y arropado bajo la luz del sol. Allí quizás estaba la razón de creer que todo era posible.
Quizás han venido a enseñar al mundo lo que le hace falta aprender. Dijo ella. Quizás... I want to believe. Respondí yo.
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